Ni la ausencia de Ethan Coen en el proyecto ni ese empeño por atenerse al texto original han impedido que «The Tragedy of Macbeth» («La tragedia de Macbeth», en español) se convierta por méritos propios en una de las obras más cuidadosamente elaboradas del año.
Se cree comúnmente que las personas sobresalientes son más admiradas y felices que el resto. Pero nada más lejos de la realidad. La experiencia nos enseña que acostumbrar a los otros a una versión impecable de nosotros mismos les hace perder interés, trayendo consigo inseguridades y autosabotajes. Es más recomendable para ser feliz mantenerse en el terreno de la mediocridad, no dejar que nadie espere nada para, muy de vez en cuando y sin consumir demasiada energía, sorprender con algún retazo de bondad o talento. De otra manera nuestros logros serán ignorados y empequeñecidos por el entorno, que nos venderá la gloria a cada vez mayor precio. Con este panorama, es casi mejor no apuntar demasiado alto y mantener un perfil bajo. Pero hay gente del todo incapaz.
En el mundo del cine, Joel Coen es un buen ejemplo. Ajeno a estos peligros cotidianos, ha optado junto a su esposa (Frances McDormand) por añadir otra impecable película a su larga lista de piezas inmaculadas. Para ello ha adaptado el clásico de Shakespeare, Macbeth. Como no tenía suficiente con abrazar la excelencia, también ha decidido rodarla en blanco y negro, para que además se vea pretenciosa y así tener más posibilidades de buscarse la ruina, al modo en que se la encontró Orson Welles en su momento, otro que le tenía alergia a la mediocridad. Y es que cada uno se juega la felicidad a su manera.
Cuando nos encontramos con una película en blanco y negro que juega con el contraste de las sombras la «influencia del expresionismo alemán» es una cita obligada. Es casi un predicado implícito adosado a cada plano, una coletilla de entendidos. Aun así, la fotografía diseñada por Bruno Delbonnel para La tragedia de Macbeth (The Tragedy of Macbeth, Joel Coen, EEUU, 2021) va más allá. Se encuentra más cerca de la obra de Ho Fan, fotógrafo chino que rendía pleitesía a la manifestación milimétricamente calculada de las sombras, esos pequeños milagros dictados por la luz solar. En su obra hallamos el tipo de exactitud casi geométrica, irresistiblemente matemática, de las composiciones que inundan la cinta. Éstas van acompañadas por unos decorados brutalistas que se alejan de las incómodas e irregulares formas, curvas y puntiagudas de los sets expresionistas. Todo es brutalmente seco y sobrio, poco humano (o demasiado humano) pero sobre todo irreal. Coen se pelea con el realismo porque para eso ha venido a adaptar a Shakespeare, cuyo texto es inmortal, perfecto, grandilocuente y sublime; es decir, del todo diferente a nosotros. No nos engañemos, la ficción es un exceso, una exageración; nadie declama como Lady Macbeth, y lo más cerca que has estado del magnicidio fue cuando le pusiste los trastos a tu ex.
Manteniendo una fidelidad absoluta al texto legado por el dramaturgo inglés, Coen ha decidido dotar a esta adaptación de un aspecto visual que se nutre de ilustres referencias. Sus primeros planos sobre fondos límpidos remiten directamente a la Juana de Arco de Dreyer, y sus paisajes (con las sombras que se acercan desde el fondo del encuadre a través de una naturaleza irreal) recuerdan a las más memorables imágenes de La noche del cazador (The Night of the Hunter, Charles Laughton, EEUU, 1955). No inventa nada aunque se esfuerce por tornar su obra una mixtape llena de legendarios samples. Tampoco le hace falta.
Donde realmente triunfa es a la hora de revelar el trampantojo. Los golpes a la puerta que tanto inquietaban a Thomas de Quincey y que ponían en pausa el tiempo de lo humano (sea esto lo que quiera que sea) caen a ritmo de las gotas de sangre derramada; una misiva arde en su vuelo hacia unas luces que hacen las veces de estrellas; una habitación se inunda hasta los tobillos para que seguidamente el agua retorne a su cauce como si nunca hubiese estado allí (¿¿anega pero no moja??). Es esta la genialidad de la obra: su vaivén entre lo teatral y lo cinematográfico. Puede ser teatro grabado y apoyarse en su mayor parte sobre las trabajadas interpretaciones de Denzel Washington (Macbeth) y Frances McDormand (Lady Macbeth), pero ojo con bajar la guardia y parpadear: podríamos perdernos sus “mélièsianos” hallazgos mágicos.
Encontrar una solución audiovisual seductora para los pasajes más famosos de la obra ha sido siempre el gran reto de todas las adaptaciones de Macbeth, y Joel Coen sale no solo airoso sino incluso con alguna victoria estética bajo el brazo. Puede que la aparición espectral de Baquo producto de la culpa que alberga Macbeth se resuelva con mayor atino en Trono de sangre (Kumonosu-jô, Japón, 1957) la libre adaptación de Akira Kurosawa. Su insultantemente simple uso del fuera de campo a través de unos travellings sin solución de continuidad impiden la interrupción de lo fantástico, hallazgo que Coen elude en favor de la espectacularidad. No obstante, y sin hacer de menos a la hechicera hilandera del japonés, las apariciones de las brujas en la película de Coen son hermosamente tétricas. Su puesta en escena aderezada con la histriónica interpretación de Kathryn Hunter, rivaliza en icónica belleza con secuencias tan memorables como la de la partida de ajedrez en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, Ingmar Bergman, Suecia, 1957). Para recrear algo así de memorable hay que poseer el talento de saber decir lo mismo de manera diferente, y Coen ha sabido connotar algo nuevo. Vamos, que se las ha dado de poeta y le ha salido bien. Punto para él.
Tráiler oficial de la película La tragedia de Macbeth
Ni la ausencia de Ethan Coen en el proyecto ni ese empeño por atenerse al texto original han impedido que The Tragedy of Macbeth se convierta por méritos propios en una de las obras más cuidadosamente elaboradas del año. Aunque algo descolgada de la filmografía que los hermanos traían a sus espaldas, la adaptación se permite a ratos invocar recursos del pasado, ya sea a través del desmoronamiento de un crimen perfecto (presente en su imaginario desde Sangre fácil (Blood Simple, EEUU, 1984)) ya sea cepillándose a un personaje importante fuera de plano (cuyo más descarado ejemplo encontramos en No es país para viejos (No Country for Old Men, EEUU, 2007)).
Joel llega a cotas de calidad verdaderamente altas, al nivel incluso de sus mejores obras. Es una pena que sea un “chico 10” y que su triunfo vaya a pasar desapercibido. El público necesita que lo arrastres por el barro, que le obligues a tener fe en la resurrección para que su interés no perezca. Desean la caída del mito y el renacimiento del genio. Necesitan a Macbeths, Hamlets, Edipos y Antígonas; necesitan a alguien que yerre por estupidez. Se entiende. Es aburrido seguir a quien está siempre en la cima.
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