Cuando todavía iba a primero de carrera conocí a una estudiante de intercambio danesa, Christine. En una conversación casual, ella nos explicó que en su país no existía la cultura de bar. Allí la gente no bebía a diario, sino que esperaba a festividades o fechas señaladas para empinar el codo hasta el extremo. Todo lo que no se habían emborrachado durante el mes era comprimido en la boda de la prima Inga.
Otra ronda es un experimento con forma de artículo académico, con sus premisas, hipótesis y su comprobación empírica. Pero, a diferencia de los papers de internet y los ensayos de las revistas de investigación, está vivo y sucede ante nuestros ojos. No está impreso en la rigidez esencial de la letra, sino que fluye con la agilidad de la palabra. Es, además, una carrera de fondo que, si seguimos los comentarios de Christine, resulta chocante para la sociedad danesa. A través de este choque abre interrogantes y despeja dudas sobre un tema (el alcoholismo) que nos acompaña desde el momento de su descubrimiento. No es casualidad que la propia película encarne en su estructura la sucesión de una buena borrachera: pasa de la primera copa a la euforia y de ésta a la bajona, al resacón, sin olvidarse del próximo trago, aquel que viene poco después de que uno se prometa no volver a beber y con el que se vuelve a comenzar el ciclo de lo inevitable. Hasta este punto está comprometida con su tema la película de Thomas Vinterberg, cineasta que, a pesar de las rebeldías formales extendidas a lo largo de su variopinta carrera, demuestra dominar el lenguaje cinematográfico al milímetro, pudiendo urdir una narración que contentará a toda clase de públicos.
¡Quién nos iba a decir que uno de los precursores del Dogma95 llegaría a los Oscar! Y qué curioso que no sea la primera vez. Vinterberg ya se quedó a las puertas de la estatuilla con La caza, y la hubiese ganado de no haber sido por la presencia del imparable “remake” de La dolce vita que un día dirigiera Sorrentino. El talento del danés le ha valido este año, además, una nominación a mejor dirección. Y no es de extrañar. Fíjense cómo sigue las copas, cómo expresa con la cámara los efectos de la bebida sin trucos visuales ni trampantojos digitales. Todo esto sin perder de vista la expresión de sus personajes ni las sutilezas de sus diálogos.
Cuatro titánicas actuaciones que fueron premiadas en pack por los jueces del festival de San Sebastián y que, aunque ocupen gran parte del metraje, guardan espacio para los papeles secundarios, esposas y compañeras de trabajo que vienen a completar el elenco. Aquí se vuelve a demostrar que la ratio de aparición en pantalla no es un criterio válido para tachar de superflua una interpretación. Ellas entran en el juego pseudocientífico que en torno al alcohol se va forjando, tomando parte activa en la evolución de la trama, la cual difícilmente avanzaría si nuestros protagonistas se pusiesen trompa sin consecuencia alguna. Como en La caza o en Celebración, Vinterberg vuelve a adentrarse en el terreno de la masculinidad y sus problemáticas. Aunque por momentos parezca tomar partido por un moralismo barato y aleccionador, no es una película que busque una moraleja fija, con su punto medio, con su rechazo del exceso. Las cosas no están nada claras, y buena muestra de ello es su festivo final, en el que, como reza su póster, se celebra la vida y, con ella, tanto su dicha como su sufrimiento; un jolgorio, pues, lleno de luces y sombras.
Al final, la propuesta guarda coherencia con la cita de Kierkegaard que al comienzo se nos presenta: “¿qué es la juventud? Un sueño ¿qué es el amor? El contenido del sueño” ¡Y el alcohol lo pone en movimiento!, añadiría yo. Como dictamina Ortega y Gasset entre machistadas y esencialismos filosóficos, el amor fija nuestra atención en el objeto amado, y reduce nuestro mundo a éste; nos vuelve estáticos. El alcohol y las drogas en general vienen a liberarlo de sus cadenas y nos inspiran para crear nuevas historias. El ebrio éxtasis en el que nos imbuimos nos empuja a extender nuestro amor a todos y a todo. Es la paz con el mundo. Pero ya se sabe: paz y guerra, amor y odio, lindan unos con otros, y hay quien en vez de besos y abrazos lanza puñetazos al aire. Es la ambigüedad irresistible del alcohol, aquella que destroza y salva vidas a partes iguales. Hablamos entonces de un compañero fiel que, como todo buen amigo, decepciona y consuela. O, citando a Homer Simpson, que es causa y a la vez solución de todos los problemas de la vida.
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