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‘La hija de un ladrón’: Radiografía de una familia normal

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La hija de un ladrón

La hija de un ladrón (sin lugar a dudas una de las mejores películas del año) muestra de manera desgarradora la historia de un vínculo familiar roto, al tiempo que hace manifiesta la presencia de una nueva mano maestra en el cine social patrio.

Eduard y Greta Fernández son padre e hija. Son, además, actores. No obstante, una vez los hemos acompañado durante 100 minutos poco importa. No es Greta a quien de continuo seguimos a la espalda ni su padre al que vemos cuando alzamos la mirada por encima de su hombro. Es un padre, eso sí, a quien vislumbramos, pero es el de Sara, la madre primeriza que protagoniza esta historia. Ya se sabe: Sara es ente de ficción, pero de carne y hueso; de los de verdad, de los que se elevan muy de vez en cuando por encima de su autor. En este caso autora, Belén Funes, que se deja pasar por encima, suavemente y sin perjuicio, por gente normal.

Sara tiene un plan: construir un hogar junto a su hermano, su novio y su bebé; su padre, recién salido del presidio, no deja de truncarlo casi sin querer. Esta medianidad, cotidianeidad, normalidad de lo complejo, levanta costras y clava aristas. Porque personas en el cine hay pocas. Encontramos ideales y arquetipos, villanos y héroes, pero no personas. Ahora intenta explicar que no han sido los ideales los que han pervivido en esta historia, sino los seres individuales, como ya he dicho, de carne y hueso. Eso no tiene explicación, eso hay que verlo.

Puedo contar, no obstante, que hay un padre, pero no omnipresente y de amor infinito, sino mal tallado, que quiere y no puede. No, no, eso no, sino que puede y no sabe. Porque le han hecho mal, porque brinda por la libertad y no sabe hacer uso de ella, porque cuando abraza a sus hijos no hace sino que le abracen para que le salven de volver a pensar que sus promesas no valen nada; que caen en saco roto antes incluso de ser pronunciadas.

Luego está Sara. Ay Sara, que nadie te acompaña, que tu bebé no habla, que tu novio no responde y tu hermano huye, como tú, a ninguna parte. Que quieres que todo converja en beneficio de todos, que las personas se alineen para que tu amor maternal fluya bajo el mismo techo. Pero no te engañes: heredas el carácter de tu padre y solo quieres que te abracen, sentir el calor de un pequeño grupo de gente. Tener una vida normal. ¿Es para ti eso posible?

Podría seguir contando, pero de nada serviría: Belén Funes ya ha inscrito en imágenes una historia imposible de reinterpretar. Su ópera prima es deslumbrante, realista y no echa mano más que en contadas ocasiones de aquellos recursos efectistas de los que el cine en general abusa. Cuando parece que se va a salir por la tangente y que el dramatismo va a absorber la pantalla se contiene, lo suficiente como para asemejarse a la vida misma. Porque el dolor de la verdadera trama es implícito y subyace a la existencia de aquellos que corren cuesta abajo sin nadie que los salve. Sara, que baja más rápido que nadie, nos despierta una compasión indescriptible pero, aun así, inútil. Nosotros salimos de la sala y volvemos a nuestras vidas mientras ella se deshace en lágrimas rodeada de desconocidos. Solo nos queda rezar para que alguien le quite las penas que, desde tiempos inmemoriales, habitan su alma. Y es que a ella no le da la gana (no quiere, no puede) morirse… sola.

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