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Finaliza agosto

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Finaliza agosto. El solsticio de verano atardece hasta su ocaso en el otoño que aquí en Córdoba, la mayoría de las veces, no es sino un fugaz espejismo, una trivial bajada de la temperatura de los termómetros viales. En verano el calor aletarga y desgana; en otoño, pasada la primera quincena de septiembre, las calles y las escuelas y los que tienen el privilegio de unas vacaciones remuneradas, vuelven a la rutina de todos los días. La vida, pues, al contrario de los que pensamos, comienza en otoño. Y en otoño se olvidan los inmigrantes que atravesaron el mar, los incendios provocados por manos asesinas, los hoteles de cuatro estrellas y el rotar monótono del ventilador. El aire acondicionado debería ser de universal alcance; el engorde de la factura, condonado. Pero ahora no importa. El otoño está a la vuelta de la esquina y vuelve la vida. Todo a su natural cadencia. Los políticos a su política en asambleas plenarias, los funcionarios  a sus oficinas, el hombre y la mujer a su trabajo y los niños al colegio. Los pobres no tienen nada, ni dónde refrigerarse a 40 grados a la sombra.

Adiós, agosto de un verano inusualmente fresco. Adiós piscinas, adiós mar, adiós noches hasta la madrugada y mañanas sin amanecer. El invierno se resistirá como siempre, pero sabemos que está ahí, esperando su momento. Volverán las noches más tempranas y más oscuras; de heladas y de aceituneros al alba. Volverá la vida aunque algunos sólo vean tristeza, y hojas caídas, y vientos tal vez huracanados, y braseros y mantas y corchas. Para quienes vivimos a merced de un cuerpo que no quiere ser tuyo, llega lo mismo. Entre el verano, el otoño y el invierno, no hay diferencia. Grados, solo grados centígrados, solo cifras.

La vida es invierno, primavera, verano y otoño. Florece en el jardín gardenias y madreselvas, ortigas y matorrales inservibles. Y la suerte, como la llaman muchos, asida de una mano, temblorosa y débil, encrespada de ella misma, sujeta a lo que el tiempo dicte para bien o para mal, pero lisonjera la ilusión en el cielo sin luna. Si el transcurrir de las estaciones es para el común de los mortales, para los enfermos es una aventura única e inigualable donde, a fuerza de esperanza, cada mañana se saltea con medicinas y pruebas y controles médicos. Para otros, los más desgraciados, consiste en saltear el frío tirados en la calle con escasas mantas y acaso un mendrugo de pan que llevarse a la boca.

Sin embargo, las estaciones nos marcan el ritmo y percibimos que estamos vivos: que en la naturaleza no existe la monotonía ni el hastío; que todo es nuevo y a la misma vez asombroso; que cada mañana es una oportunidad y una lucha; que el sufrimiento del hombre tiene sentido y un horizonte.

Finaliza agosto. Sigue el verano. Viene el otoño, preámbulo del invierno. Se asemeja así el hombre a la tierra y se hace copartícipe de ella. Su paso, es anodinamente lo mejor para el dolor. En algún momento, también sobre los campiña florecerán las flores.

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