Aquejada por una decepcionitis aguda, la turba enfurecida es capaz de todo con tal de conseguir saciar sus injustificables apetitos. En un mundo en el que la ficción debe venderse dosificada y bien adulterada para el consumo del gran público, es fácil exigir y poco importan las consecuencias que nuestras desorbitadas proclamas puedan producir. El arte y el entretenimiento (si se dan) deben ser a la carta, y su factura semejante al capricho imaginativo del fan de turno.
La confianza propiciada por el cambio de aspecto que Sonic va a recibir en su nueva versión para la gran pantalla, ha llevado a millones de espectadores (con doctorado cum laude en construcción y arcos de personajes por la universidad de sus cojones morenos) a exigir (como público que se cree dueño y señor de las historias que le cuentan) que se re-grabe la última temporada de Juego de Tronos. Parece ser que esta totalitaria pataleta no podía satisfacerse añadiendo tres meses más de trabajo a los animadores de la nueva versión live-action del puercoespín azul, antes bien, se quería de vuelta a todo el equipo responsable de la serie más grande de todos los tiempos para rehacer lo que, en líneas generales, se considera una cagada.
Como vidente especializado en análisis de series por la universidad de mis huevos en vinagre, debo decir que la película de Sonic va a ser un truño tenga el aspecto que tenga su protagonista, así como que el desastroso final de Juego de Tronos lleva anticipándose desde dos o tres temporadas atrás, cuando la serie superó a los libros. Ambos desastres han sido propiciados precisamente por el ansia de la masa, que lo quiere todo bien empaquetado y en tiempo récord.
Estos quejidos son solo consecuencia de una mirada que no quiere ser desafiada; que está adormecida en una zona de confort que no responde sino a la exigencia. Parece que se le debe algo a este desagradecido público que solo espera resultados simples y comprensibles, hiper-reiterados y moralmente discernibles; que impacten sin subvertir y que tensen los músculos sin llegar a agarrotarlos. Sin embargo, la experiencia nos dice que todo producto que se ve ahogado por las exigencias de sus fans está abocado al fracaso. Hoy día es así: toda ficción está a merced de la batuta de la masa, y ésta reclama basura a un ritmo desorbitante, acabando con la intención artística y la identidad del autor a base de caprichos personales; consiguiendo que se varíe la sintonía como respuesta al antojo de unos cuantos.
Pero Chernobyl no es ficción, o, si lo es, lo disimula divinamente. La miniserie de HBO se encuentra bajo un sarcófago de hormigón a prueba de exigencias estúpidas, permitiéndose labrar su propio camino sin necesidad de justificarse ante nadie; viviendo al margen de la sinfonía del llanto y la mediocridad. Ahora todo el mundo está en silencio. La radiación no es moco de pavo y la Historia no permite una reescritura, sino una mirada libre de prejuicios. Ante nuestros ojos se erige un paisaje desolador y asfixiante, con una estética muy marcada, además de una narración desasosegante que fluye al son de una cámara de movimiento leve y conciso, sobrio y devastador.
Con unas interpretaciones de lujo y una estructura muy atractiva, Chernobyl triunfa no por su temática impactante (que también), sino por una honestidad devastadora que, si no completamente verdadera, desde luego transpira veracidad. Durante cinco episodios la serie adolece de un desarrollo castrado por un tiempo restringido y una galería de personajes reducida. Sin embargo, (y aquí es donde se marca la diferencia) este producto no está manoseado o tergiversado, ni tampoco se dedica a construir relaciones nimias de lagrima fácil y sentimientos de macramé.Los puentes que unen a sus personajes no están construidos con varillas de papel hechas con páginas del Hola; más bien son puentes férreos (aunque también fríos) de una estética más acorde con el funcionalismo soviético que con el sensacionalismo barato del siglo XXI.
Este incontestable trasvase de la realidad a la caja tonta ha resultado un sincero homenaje a la vez que recordatorio ejemplar de lo que supone la ficción histórica, tratando con respeto y esmero una de las tragedias más turbias y complejas del siglo XX. Esta vez no escucharemos quejas, sino vítores; muchos provenientes de los mismos espectadores que han cargado durante estos meses contra las personas responsables de mantener el flujo continuo de producción cinematográfica del que son pasivamente dependientes.
Mientras la mirada global se apodera de la ficción, Chernobyl se encuentra en otro juego completamente distinto o, si se quiere, en otra liga del mismo medio: la realidad ficcionada. Por esa misma razón, pasa desapercibida ante el despiadado juicio de los seriéfilos intratables. Ella es nueva, madura y con una calidad sin precedentes. Nada queda para descuartizar de cara al gentío caníbal de las redes sociales.
Consecuencia de la radioactiva saturación de basura corporativa a la carta, nuestros amigos no distinguen el caviar de la mierda. Su olfato solo los lleva a indignarse ante el spoiler y, mientras ignoran todo aspecto que no esté relacionado con la trama de la superproducción que están consumiendo, son capaces de tragarse la basura efectista más apestosa. Si no es acorde a su cosmovisión, pueden llegar a tomar por heces lo que en realidad es manjar y, en consecuencia, pedir que se cambie. De la misma forma, el gobierno soviético tomaba, según sus intereses, una explosión nuclear por un accidente tangencial y, deformando la verdad, vendían otra distinta.
Las mentiras por las que tendremos que pagar el precio más alto están fuera de la ficción, fuera de HBO y de Netflix; en definitiva, fuera de la pantalla. Habitan una realidad que no cambia a golpe de click, pero cuyo contenido se encuentra cada vez más desdibujado por una desidia hiperreal. Pronto no podremos distinguir qué es merecedor de nuestra Fe, ya que los que juzgan con una agudeza sin precedentes los plot-holes, las elipsis, y las grietas que adornan los arcos de sus personajes favoritos no tienen la misma capacidad de análisis y exigencia para con el mundo que les rodea. En lo que a esto respecta, no muestran mayor efectividad que un medidor de radiación de corto alcance. Y como, para ellos, los ojos a través de los cuales ven la realidad no vislumbran nada inminente que pueda hacer peligrar su situación, se pueden permitir, sin mala conciencia, volver a conectarse a su personalizada ficción. Ya han tenido suficiente dosis de realidad por este mes.