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“Drive My Car”: paseando a Mr. Kafuku

El segundo largometraje del año dirigido por Ryusuke Hamaguchi tras "La ruleta de la fortuna y la fantasía" llegó a nuestras pantallas este 4 de febrero

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crítica película Drive my car paseando a Mr. Kafuku
Fragmento de la película "Drive my car"

Hace más de medio siglo que Paul Mcartney y John Lennon decían a las chicas de medio mundo que podían conducir su coche y que, tal vez con un poco de suerte, las amarían. La jocosa broma sirvió de excusa al escritor japonés Haruki Murakami para escribir el relato que abre su libro Hombres sin mujeres, el cual ha pasado este año a ampliar la lista de adaptaciones cinematográficas que de su obra hay. 

Drive my car (Doraibu mai kâ, Ryûsuke Hamaguchi, Japón, 2021) abre con un plano de una mujer desnuda y a contraluz, la imagen canónica de la hipersexualización pseudoerótica presente en la obra del novelista japonés. Hamaguchi muestra comprender aquello que cautiva de la aparición espectral de Naoko en Tokyo Blues: su carácter de aparición fantasmagórica, aquellas que vienen a atormentar al personaje masculino, que es el único que importa. Así pues, construye al director de teatro de su historia en torno a esas coordenadas, guardando en su interior las espinas de un pasado difícil de afrontar y haciendo pivotar los elementos de su película alrededor de él.

Nuestro protagonista está condenado a vivir las secuelas de una tragedia, y aún peor, a llevar sobre sus hombros el peso de una mentira que jamás podrá echar en cara. Como maniobra de evasión, escoge adaptar a Chéjov por inercia, ya que imbuidos en la desesperanza no podemos actuar por otro motivo. Entre las muchas líneas que de la obra se escuchan y que vienen a confundirse brillantemente con los diálogos de los personajes expresando inquietudes y rencores ocultos, encontramos una en la que el “Tío Vania” se lamenta porque su entorno no le ha permitido convertirse en un “Schopenhauer” o un “Dostoyevski”. Y casi que mejor. 

Por supuesto, la cita hará las delicias de los cínicos en ciernes, aquellos que no han vivido una tragedia tan grande como para poder justificar su prematuro divorcio con el mundo.  Afortunadamente al señor Kafuku (Hidetoshi Nishijima) le queda su coche, un Saab rojo siempre reluciente que actúa como vehículo (nunca mejor dicho) al centro de uno mismo y, por ende, de los demás; cordón umbilical con la realidad que se ve forzado a compartir con una chófer que le es asignada (Tōko Miura) y a través del cual ambos coinciden a la fuerza en tiempo y espacio, que es la condición sine qua non de toda amistad. Todo el resto lo hace la comunicación, que no es moco de pavo.

Que la dificultad para expresar sentimientos es una de las obsesiones de Hamaguchi salta a la vista. Ya en Happy Hour (Happî awâ, Japón, 2015) nos mostraba a cuatro mujeres incapaces de hablar de ellos por no tener a nadie que las escuchara, encerradas en un ambiente cotidiano opresivo del que tampoco sus maridos escapaban. Un silencio invisible, éste, difícil de captar, pero al que el director japonés supo dar hueco. No es casualidad que por momentos el sonido se corte en Drive my car ni tampoco que en ella se hablen varios idiomas incluído el de signos. No es un capricho que una cinta de cassette rompa el hielo antes de que conductora y pasajero crucen palabra. El espectador occidental no versado en japonés tendrá incluso una inmersión más profunda en este paseo por las ruinas de Babel. Todo, texto e imagen, viene a subrayar esa idea que atraviesa la filmografía del director: que ni Dios se entiende. ¿Recuerdan Lost in translation? Pues eso.

Tráiler película Drive my car

El automóvil al que hace referencia el título y que viaja a ninguna parte recoge a nuestro desorientado protagonista trayéndolo de vuelta del nihilismo. Gracias a él, a los paisajes que transita y al silencio cómplice de su chófer, la película siempre encuentra resquicios de belleza, manteniéndose en todo momento (para decepción de nuestros terroristas de salón o suicidas de boquilla) a al menos tres pulgadas del pesimismo más extremo. 

Al final, “Tío Vania” no puede ser ni existencialista ruso ni irracionalista alemán. En todo caso posmoderno japonés, que es como de manera discutible se denomina a Haruki Murakami, su creador y, como tal, horizonte límite de todas las posibilidades del relato. Muro que la película no puede franquear pero que sí puede embellecer. Y eso es precisamente lo que hace.

Se nota que Hamacuchi conoce y es capaz de elevar el texto de su sobrevalorado compatriota. Su estilo se ha vuelto más refinado, más invisible, pero con ello también más convencional, por mucho que su capacidad evocadora no haya menguado. Dicho esto, cada uno decide si prefiere que lo conquisten con caricias o a machetazos. Por mi parte prefiero que las cosas se vean, que sean enormes y estruendosas, y es por eso que tomo partido por las fugaces cinco horas de Happy Hour. Por eso y también porque si las formas son demasiado sutiles no me entero de qué lenguaje cinematográfico se está usando. Y si no me pispo, no hay crítica.

Drive my car es el evento cinematográfico del año gracias al merecido bombo que le han dado los medios especializados. No es de extrañar. Se trata de una emotiva radiografía de los más complejos y enrevesados sentimientos humanos plasmada con una humildad pocas veces vista. Representa la conversación de un autor con su medio, en este caso el cinematográfico; aquel que muchas veces damos por agotado. Y digo “autor” porque no pienso inventar ahora mismo otro término. Hamaguchi, que sabe de las insuficiencias del lenguaje, me lo perdonará. No a todos se nos dan bien las palabras. Y si no, ¿por qué iba Murakami a titular sus novelas con canciones de los Beatles?

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