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“La voluntaria”: neocolonialismo del inserso

El segundo largometraje de Nely Reguera estuvo presente en el Festival de Málaga pero no llegará a nuestros cines hasta junio

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Un fragmento de "La voluntaria", la nueva película de Nely Reguera

España: la residencia de Europa. Allí donde los ancianos de los países ilustrados vienen a jubilarse, a pasar el resto de sus días a cuerpo de rey, decrépitos entre paellas y aguas con gas. Pero no solo los alemanes o los ingleses envejecen. ¿A dónde se jubila nuestra tercera edad?, ¿al pueblo? Porque “más al sur” de Europa está claro que no.

La protagonista de la nueva película de Nely Reguera, una médica jubilada, da una respuesta bastante atípica a esta pregunta. Lejos de quedarse a pasear y tomar chocolate con churros con sus amigas, decide emplear su abundante tiempo libre en ayudar a los más necesitados. Siguiendo la tendencia de muchos jóvenes que desean dar rienda suelta su vena filántropa (y, sobre todo y en primer lugar, “encontrarse a sí mismos”) Marisa se traslada a un campo de refugiados en Grecia. Atrás deja a sus tres hijos y, por supuesto, los vermús con sus amigas. Reguera comienza su historia en ese punto, abordándola con el matiz tragicómico de su ópera prima (María (y los demás) (España, 2016)) solo que intercambiando el terremoto existencial de la crisis de los 30 por la impotencia humanitaria del drama de los refugiados.

Tráiler de la película María (y los demás) de Nely Reguera

La primera mitad de La voluntaria (España, 2022) está repleta de motivos cómicos, aderezados por desencuentros generacionales; registro en el que la realizadora se mueve como pez en el agua pero que es difícilmente traducible de la jerga de A Coruña al idioma de las orillas más castigadas del mediterráneo. Le sirve, no obstante, para localizar un abismo insalvable entre la gestión del campo y las intenciones de Marisa; ambas perspectivas vienen a colisionar irresolublemente. 

Por un lado, tenemos a unos voluntarios de “paper” académico, de asamblea universitaria y conciencia decolonial; inmaculados en teoría, distantes en la práctica. De otro, al amor cándido de abuela, cercano como un fular en invierno, inconsciente como los garabatos de un niño, encarnado por Carmen Machi y la ternura a la que nos tiene acostumbrados. La veterana intérprete se aleja de la planicie emocional de sus papeles más exitosos (Ocho apellidos vascos (Emilio Martínez-Lázaro, España, 2014) o La tribu (Fernando Colomo, España, 2018) son buenos ejemplos) para enfrentarse a la perspicacia social de la directora.

Gran parte de esta habilidad narrativa reside en hacer colisionar los remilgos pseudopolíticos de Itsaso Arana (tan acertadamente insoportable como en La virgen de agosto (Jonás Trueba, España, 2019)) con el idealismo ingenuo de Marisa. Lo que en un principio se ven como desacuerdos risibles e inofensivos se van transformando poco a poco en dilemas políticos. Desde el momento en que Marisa establece relación con un huérfano del campo el debate se traslada de la acción directa al terreno de la violencia colonial; el tono se oscurece y es ahí donde el guión y las interpretaciones brillan.

Tráiler de la película La voluntaria

El triunfo de este drama convencional, bienintencionado y decentemente narrado reside en el cambio de perspectiva al que somete al espectador, de primeras posicionado en el bando de Marisa. Las molestas advertencias y líneas rojas que impone el personaje de Arana (no toques a los niños, no los cures, no te impliques emocionalmente…) vuelven verdades como puños lo que hacía unos minutos eran granos en el culo; la llamada a la inacción, a la distancia prudente, deja de ser un simple capricho de militancia progre para convertirse en un alegato contra el concepto ya caduco de “white savior”. Por desgracia Marisa no maneja muy bien el inglés y el espectador, ya por muchos minutos acompañándola, tiene dificultades para recordar las lecciones que tomó para el C1.

Conforme se acerca la recta final, el relato abandona con rapidez el tono desenfadado que hasta ese momento imperaba y se torna casi terror psicológico. La misión de rescate que emprende la protagonista se revela como secuestro, y los momentos de triunfo humanitario, de dulzura maternal, en los que Reguera juega al escondite con el fuera de campo y al “pilla pilla” con los corazones de los espectadores, se ven quebrados (nuevamente) por la estructura burocrática. Por un momento las buenas intenciones son aniquiladas y los vericuetos administrativos se tornan laberintos que protegen y perjudican, dignifican y humillan por igual. Marisa termina por no soportar tanta ambivalencia y retorna sobre sus pasos arrepentida. Está claro: la geopolítica no entiende de filántropos.

No hay duda de que Reguera ha conseguido lo que quería: diseccionar con mirada crítica el altruismo tanto de la versión pudorosamente conceptual de los jóvenes como el de las generaciones pasadas, que tiende a pecar de ingenuo. Ya sea por la vía del ridículo o por la del drama psicológico (y a pesar de que una radiografía de la solidaridad tan ambiciosa demandase una factura menos discreta) la conclusión a la que se llega es la misma: el alemán a la costa brava, la viejecita al chocolate con churros y el niño desamparado de vuelta al campo. O lo que es lo mismo: de cada cual según sus capacidades (económicas), a cada cual según nuestras necesidades (neocoloniales).

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