Incluso para una película sobre un isleño noruego nacido en 1943 es necesario tener alguna conexión con el presente, más cuando el recorrido vital del protagonista llega hasta 2022. El público es gente de su tiempo, y algún puente debe tenderse con él. En el caso del protagonista de Todo el mundo odia a Johan (Alle hater Johan, Hallvar Witzø, Noruega, 2022) es difícil, dedicándose por tradición familiar a volarlos por los aires. Y es que el prematuro huérfano noruego a quienes sus volátiles padres llevaban en brazos mientras destruían puntos estratégicos durante la Segunda Guerra Mundial, vive en una isla a la que tan solo se llega por aire o mar, casi como los espectadores a la película. La brisa marina podría ser tal vez sus repentinos golpes de humor negro, poco anticipados, muy acordes con la sequedad noruega, y la marea cierta tendencia poco explotada a la absurdez de un tono cómico muy similar al de las mejores obras de Javier Fesser, tan gratuito como un yunque que cae del cielo o un cartucho de dinamita que se prende a destiempo.
Hay algunas explosiones acuáticas, cínicas, paródicas, cierta autoconsciencia, junto a paneos rápidos que demuestran cómo la risa a veces tan solo precisa del ritmo con el que la mirada gira repentinamente a toda velocidad. Cuando no, el plano se mantiene al servicio del contraste entre «Grande» (este es el apellido de Johan, el habitante más alto, fuerte y odiado de su aldea) y el resto que lo detestan, a los que golpea con cómica autosuficiencia y de los que se deshace con suma facilidad. Todo ello está enmarcado en coloridos escenarios, acompañado a ratos por una arbitraria “voice over” parecida a la de las sesudas reflexiones de Las vidas posibles de Mr. Nobody (Mr. Nobody, Jaco Van Dormael, Bélgica, 2009) de la que visualmente es una hermana tímida y poco perspicaz. De alguna manera su estilo la localiza en el archipiélago Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, Jean-Pierre Jeunet, Francia, 2001) donde si la cinta francesa es un volcán que se sitúa en el centro, Todo el mundo odia a Johan es un islote a kilómetros de distancia. Muchos.
Desconectado del mundo exterior poco importa que Johan viaje para volar Estados Unidos por los aires: sigue anclado en el pedazo de tierra donde se ha criado, con el linaje que le precede y su obsesión por la familia nuclear, punto del que no se distancia prácticamente, a excepción de dejar en silla de ruedas al amor de su vida y de comprarse una mujer vietnamita. Y desde ahí es que el guion de Erlend Loe intenta emocionar con elementos que no terminan de detonar, sea una yegua que aparece a ratos y responde al nombre de su ausente madre, sean literalmente las bombas que atraviesan todo el metraje. Su anacronismo se hace evidente con su historia de amor predestinado, ese en el que la audiencia ya no confía, y menos cuando es testigo de la ñoñería con la que trata una relación a todas luces racista sin problematizarla, elección con la que Witzø dinamita el último puente que podría comunicarlo con el espectador contemporáneo. Boom.
Tráiler de la película Todo el mundo odia a Johan
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