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‘Ema’ y la libertad real

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La propuesta más radical de Pablo Larraín llega a nuestras pantallas y se incrusta nuestra memoria a través de una historia que nos interroga de manera incisiva sobre la maternidad, las relaciones de pareja y la invisible máquina coercitiva a la que llamamos estado.

Hay quien insinúa que el auditorio que entraba por vez primera a ver Joker en el festival de Venecia estaba aún catatónico y extasiado tras el visionado de Ema. Puedo imaginarlos: conmocionados por la inclasificable obra chilena apuntaban en su cuaderno obviedades que bien podrían haber anotado antes de entrar; “Joaquin Phoenix está espectacular” y otras necedades a medio pensar al tiempo que sus ojos se desviaban fuera de la pantalla; pero de ésta Ema ya había escapado. El jurado, tan aturdido como todos los corresponsales enviados, cometió el error de otorgar el León de oro a la más ruidosa, al tiempo que menos inteligente, cinta del certamen. Es comprensible: cuando la obra de arte te atrapa (porque tarda en agarrar el corazón a pesar de que desde el minuto uno atraviese el cuerpo todo), Joker dice que vivimos en una sociedad, y el público yerra en reconocer a la verdadera triunfadora, a la obra realmente revolucionaria. Se endiosa una reflexión de chichinabo perfectamente prescindible para ignorar aquella que lleva implícita en toda su esencia, inscrita en ella por el mismísimo fuego del sol, algo inefable que, por lo pronto, no ha sido escrito por la privilegiada mente que nos dio Resacón en las vegas.

En el Joker se vio a los incel, a Donald Trump así como al líder de una nueva revolución proletaria. Llega a proyectarse un poco más tarde y de seguro que alguien hubiese convertido al recientemente oscarizado Joaquin Phoenix en Greta Thunberg. Miedo me da pensar qué verían en Ema, la heroica villana de este drama perturbador, aquellos que sufren de miopía conceptual.

La película podría haber sido simplemente un éxito estético, por lo pronto para colgar fotogramas en Tumblr e Instagram. Afortunadamente es mucho más. De Gaspar Noe, por ejemplo, coge lo mejor: jamás llega a ser tan estridente como la provocación que fue Love y es hermana casi melliza de aquella histeria colectiva en la que nos envolvió Climax; tan profundamente están unidas estas cintas que sus temas se entrecruzan y solapan, como si Larraín y el polémico cineasta franco-argentino hubiesen llegado a conclusiones parecidas a través de premisas diferentes.

La apuesta chilena se fue finalmente a casa sin mayor reconocimiento, aunque es seguro que perdura en la memoria de quienes asistieron a esa primera proyección. En ella se hace alarde de un formalismo desatado nada amigo de las sutilezas, construyendo, a golpe de reggaetón, una historia en la que los sentimientos se escapan por entre los barrotes físicos e invisibles de las convenciones sociales y la burocracia estatal. Es la viva imagen de una nueva generación al borde de la auto-aniquilación. Como en la ya mencionada Clímax, el baile expresa, a través de la relación entre los cuerpos, lo inasible del deseo desatado, irracional e incuantificable, para descubrir, muy en el fondo, que (oh, sorpresa) guarda en su interior cierta responsabilidad.

¿Qué les pasa a los jóvenes? Dicen, y Ema contesta: que no encontramos lugar, que nos hayamos dislocados en la búsqueda de la libertad. Y si nada tiene sentido es porque los caprichos (siempre que se hallen dentro de unos caminos acotados) son fácilmente satisfechos. De la represión nace la infeliz infidelidad. Ema conspira para hacer de ella libertad, pura expresión de un mundo diluido, puro acto creador; pura profanación de las barreras que destapan, poco a poco, lo endeble de nuestra limitada existencia. La propuesta es extrema, sí, pero extremo también es aquello a lo que señala.

Sobre unos secundarios de lujo presididos por Gael García Bernal se eleva Maria Di Girolamo. Ella, más allá de todo elogio, es la personalidad central que mueve los mecanismos de esta historia, demostrando, al igual que la película, que se puede estar por encima de todo galardón.

Ema es la máxima expresión de una serie de largometrajes que, consecuencia del tiempo esencialmente femenino en el que nos encontramos, exigen reconocimiento. Como la argentina Alanis, o hace bien poquito aquí, en nuestro país, con La hija de un ladrón, la realidad social de las mujeres del mundo entero comienza a tener relevancia en la pantalla y, más importante todavía, en el panorama cultural del imaginario colectivo. Quizá la que hoy nos ocupa apunta de manera más drástica y apabullante a la necesidad de un proyecto radical que busque la afirmación del sujeto femenino donde y cuando sea. Ema y sus amigas representan el deseo sin límites y la coyuntura férrea de quienes prefieren ver el mundo arder antes que ceder un solo centímetro conquistado. No es casualidad que nuestra protagonista, profesora de baile, diga que enseña libertad; y no solo de la que se piensa, sino de la que también se ejerce. Esta histeria videoclipera a través de la cual nos dicta su lección es, en sí misma, una muestra de la más libre manifestación artística, y por ello mismo se convierte, para mí, en la mejor película del año.

En definitiva, se trata de huir de los dualismos arcaicos que tan bien le han funcionado al Joker. Aquí ya no existe la oposición entre lo mentalmente sano y la locura; ya se ha desechado la fe agonizante en la “lucha de clases”. Ahora, tras la impotencia, surge una fuerza imparable que arrasa con todo lo que encuentra a su paso, rompiendo cualquier esquema existente que la intente abarcar. Queda claro: el reggaetón las hará libres; el baile las hará libres; el sexo, las drogas, el amor o la maternidad las harán libres. Y más vale, porque si no reducirán todo a cenizas.

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