Cuando el ruido de la campaña aminora, unas elecciones nacionales son el momento ideal para que los ciudadanos de un país reflexionen conjuntamente sobre el estado de este.
Pasar varios días pendientes del debate político nacional abre una ventana para que cada elector reflexione sobre el pasado que ha tenido, el presente que está viviendo y el futuro que quiere para sí mismo y el conjunto de la sociedad a la que pertenece.
Eso se supone que deberíamos hacer todos los que vivimos en democracia y que estos días deberían estar haciendo nuestros vecinos franceses. Pero es muy complicado hacerlo cuando la decisión que debes tomar será decisiva para mover una muy ajustada balanza entre un modelo de país y otro completamente diferente.
Siendo muy simples podríamos afirmar que la batalla se da entre quienes quieren una Francia internacional y los que la desean aislada en el nacionalismo, pero esta elección va mucho más allá. Está en juego el alma de un país clave para la UE, por tanto, clave para todos nosotros y desde fuera no podemos evitar preguntarnos ¿cómo han llegado hasta aquí?
En primer lugar, debemos tener en cuenta que la Francia actual vive múltiples fracturas: económica, social, institucional, territorial, generacional e incluso aspiracional. Parece haber una Francia que no entiende a la otra y los dos candidatos entre los que deben elegir se han demostrado muy polarizantes en los últimos años y, más si cabe, durante esta campaña.
Macron desde el Elíseo con políticas antisociales y Le Pen en las calles con un discurso incendiario han avivado durante estos cinco años el enfado general de los ciudadanos. Y, lo que es peor, realmente no parece que sepan darle solución. Además, sus perfiles y apoyos electorales ahondan la creciente división entre los centros urbanos (favorables a Macron) y los rurales (grandes bastiones de Le Pen).
El tejido social francés está prácticamente roto y los franceses se han radicalizado mucho, como demuestra el hecho de que los mejores datos de la primera vuelta lo hayan obtenido un Macron más derechizado, la candidata del Reagrupamiento Nacional y Mélenchon, líder de la izquierda radical. Mientras los partidos clásicos del centro-izquierda y centro-derecha poco más que desaparecen del escenario político.
De nuevo, solo Emmanuel Macron y Marine Le Pen han conseguido pasar a la segunda vuelta, pero la lógica de estas elecciones no es para nada la de 2017 porque él ya no puede sorprender y ella ya no asusta tanto.
El malo conocido
Por una parte, el presidente Macron llegó al poder bajo la premisa del cambio absoluto, revolución lo llamó él. Él, que era un claro producto resultado del sistema político francés, se salió del mismo y lo hizo implosionar. Tomando lo que más le interesaba de cada casa política, un jovencísimo Emmanuel creó lo que el corresponsal de RNE en París, Antonio Delgado, ha bautizado como “populismo de centro”.
Este es un modelo de hacer política que, al no estar sujeto a grandes ideales ni valores, te permite dar todos los volantazos que quieras pero que hace que las críticas caigan sobre el personaje de manera desmedida, en lugar de sobre las ideas.
Y debemos reconocerle que Francia ha recuperado ya los datos macroeconómicos de antes de la pandemia y el desempleo está más bajo que nunca. Pero esto parece no estar sirviéndole a una gran parte de la población que ve cómo su poder adquisitivo disminuye día tras día.
Muchos economistas han afirmado que su estrategia de aligerar la influencia del enorme Estado francés ha reactivado la renqueante economía francesa pero cuando llegó la pandemia se vio obligado a desenterrar a Keynes y hacer nacionalizaciones, endeudarse y recuperar grandes controles públicos del mercado. Para que nos hagamos una idea, en ese momento el Estado francés llegó a suponer un 61% de su PIB.
En los próximos años sin duda habrá que seguir tomando decisiones duras porque vendrán momentos tan difíciles como los que ya hemos vivido. Y Macron (curtido en la crisis de los chalecos amarillos, la pandemia y una guerra en suelo europeo) ha demostrado tener la suficiente sangre fría para ejecutarlas. Algo que a una populista como Marine Le Pen le costaría bastante, como ya comprobamos en el debate electoral cuando se posicionó en contra de bloquear la compra de gas ruso para no empobrecer a los franceses.
El actual presidente ha sabido aprovechar los titubeos del recién elegido canciller alemán ante la invasión rusa de Ucrania para nombrarse representante in pectore de toda la UE y destacar en el escenario que mejor se mueve, el de los despachos internacionales. Con un segundo mandato Macron podría liderar la construcción de un nuevo orden de seguridad para Europa. Quizá por ello en la primera vuelta optara por no hacer campaña y descansar todo en la fuerza que da su cargo.
Pero toda la majestad de la presidencia francesa no puede ocultar que Macron arrastra un quinquenato muy complicado, que le ha quemado políticamente y diezmado su credibilidad cuando habla de ecologismo, igualdad o ampliar la democracia (temas claves para captar el voto progresista de Mélenchon que parece será decisivo).
Es complicado oírle hablar de esos temas ahora cuando durante cinco años ha tomado unas medidas fiscales que afectaban a las clases menos pudientes mientras rebajaba los impuestos a las clases altas o cuando proponía una ley de seguridad que permitía la impunidad policial en el control de protestas.
De conseguir un segundo mandato, debería hilar más fino y mostrarse menos implacable para conseguir ser verdaderamente el presidente de todos los franceses, independientemente de su clase.
La peor por conocer
Por otra parte, con su particular cruzada, la candidata nacionalista Marine Le Pen llega a unas elecciones en las que los franceses le han perdido el miedo a la ultraderecha y han normalizado muchos de sus mensajes.
Le Pen está siendo el baluarte de toda la ultraderecha europea que enarbola esa pseudoidea de “la Europa de las naciones” que pretende convertir la UE en un mero club de Estados soberanos que intercambian lo que quieren, cómo quieren y cuando quieren. Este plan sin duda daría lugar a una Europa menos solidaria y nos hace reflexionar sobre si el programa de fondos comunitarios para la recuperación tras la pandemia se habría conseguido de estar Le Pen en el Elíseo.
Evidentemente, si ganara no sería capaz de transformar la UE en cinco años como dice, pero el daño que podría hacerle al proyecto europeo mediante el bloqueo constante de su funcionamiento sí podría herirlo enormemente, más cuando su país tiene la presidencia de turno del Consejo de la UE hasta junio.
Francia está ya acostumbrada a marcar la agenda exterior del bloque comunitario y si Le Pen llegara al poder, París tendría un largo momento de introspección que le ausentaría de los debates comunitarios, algo que no nos podemos permitir en el contexto de la guerra. Sin la influencia política del país galo, único Estado miembro de la UE con armas nucleares, Europa quedaría desdibujada en el mundo.
Madame Le Pen, que en esta campaña ha llevado a cabo una estrategia de “desdiabolización” con la que presentarse como una candidata más moderada, ha aprendido mucho en estos cinco años de su contrincante. Igual que hizo Macron en 2017, ha propuesto soluciones clásicas tanto de la izquierda como de la derecha indistintamente para los problemas del francés medio. En esta campaña se ha enfocado mucho más en temas sociales como el poder adquisitivo.
Pero, aunque se esté esforzando por mostrarse más amable, en otros aspectos como el uso del velo en público, Le Pen sigue apostando por una asimilación que, llevada al extremo, generará una Francia más intolerante.
Un desenlace incierto
Muchas cuestiones quedan aún abiertas y lo único que tenemos claro es que sea quien sea el que salga elegido el próximo domingo, Francia seguirá dividida.
Tanto Le Pen como Macron han acabado con el eje izquierda-derecha que había equilibrado pacíficamente el sistema político francés en los últimos 60 años, sustituyéndolo por un tipo de debate que increpa directamente a lo más profundo de los votantes.
En lo que a convivencia y paz social se refiere los dos dejan mucho que desear y parece que animan más a la abstención que a que el país que antaño superaba el 80% de participación siga siendo un ejemplo para las democracias del mundo.
Porque la práctica política de los últimos años ha hecho que el sistema de elección mayoritario a doble vuelta de la Quinta República, pensado en un primer momento para generar jefes de Estado hiper legitimados ha acabado obligando a los franceses a votar cada cinco años, a disgusto, por la opción menos mala para prevenir la aún peor. Lo que no sabemos es cuánto tiempo más podrá alargarse la misma lógica.
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