Jules Maigret no es un detective al uso. El famoso inspector creado por Georges Simenon no tiene la soberbia de un Hércules Poirot o un Sherlock Holmes, no hace alarde de un alto coeficiente intelectual o de una capacidad de deducción sin parangón. A diferencia de sus pares, que sienten la necesidad de mostrar ante todos su capacidad deductiva, el francés afronta los casos con un profundo respeto por los seres humanos, acercándose a los sospechosos por la vía emocional gracias a una amplia experiencia y un gran conocimiento de la psicología. Es empático, no matemático.
En la nueva adaptación que del personaje ha rodado Patrice Leconte esta diferencia quizá se ponga de relieve más que nunca. Y es que el realizador francés ha querido acercarse a Maigret desde una perspectiva psicológica mucho antes que criminológica. Para ello decide capturarlo en la última etapa de su vida, en un hastío silencioso, con achaques de la edad más somatizados que mortalmente peligrosos. Es el planteamiento del último caso de Poirot, el de Telón de Agatha Christie, y aun incluso el de una cinta bastante reciente como es Mr. Holmes (Bill Condon, Reino Unido, 2015), en la que Ian McKellen encarnaba el ocaso vital del famoso detective inglés con tierna sensibilidad y sucinta afectación.
Tráiler oficial de la película Maigret
Gérard Depardieu no está lejos del británico cuando arrastra con dificultad su cuerpo por los oscuros escenarios (‘crepusculares’ dice Leconte) por los que Maigret busca los estímulos de un mundo que ya no parece tener mucho que ofrecerle. Como alma errante que vaga por la París de los años 50, investiga el asesinato de una joven que bien podría ser su hija. La figura ausente de la primogénita es su razón para subir con dificultad escaleras, para aguantar los gratuitos, leves aunque constantes, zooms que Leconte introduce incluso cuando los personajes reposan en una morgue. Ni ese insidioso movimiento de la cámara en un ambiente triste, gris, que pide a gritos estatismo, ni la plasticidad de la imagen, más cerca de las series televisivas pre-plataformas que de la factura propia de las cuidadas intrigas de época, perturban la levedad penitente del intérprete, que consigue a sus 73 años confeccionar una presencia que no deja de notarse ni siquiera en sus silenciosas miradas.
Si bien Leconte ha decidido no acompasar el ritmo de la cámara con los tumbos de Depardieu, ha conseguido, sin embargo, dotarlo de densidad dramática a través del guion. Junto a su co-guionista Jérôme Tonnerre, guía a Maigret por alguna senda sin salida, esas que se suelen evitar cuando uno lleva un mapa, cuando entiende de cartografía, se le dan bien los números y las ecuaciones. En Maigret (Maigret et la jeune morte, Francia, 2022) no tenemos datos, números y direcciones pasando a toda velocidad ante los ojos de Benedict Cumberbatch, ni a David Suchet acariciándose con semblante reflexivo el bigote, sino a Maigret bebiendo vino blanco (y no cerveza, como hacía Charles Laughton en El hombre de la torre Eiffel (The Man on the Eiffel Tower, Burguess Meredith, EEUU, 1949)). El francés es un policía mucho más humano que, siguiendo las pistas de manera metódica y usual, se equivoca. Así, Leconte y Tonnerre deciden llevarlo hasta un taller en una poderosa, dolorosa, emotiva (y también espúrea para las exigencias de la historia) secuencia en la que con poquitas palabras se reflexiona sobre lo que significa que te arrebaten a un hijo. “Cuando pierdes a un hijo lo pierdes todo. No queda nada, solo la noche.” es lo único que el detective se lleva de un encuentro que no es resultado sino de seguir una pista falsa; su rostro, impasible pero destruido, tan solo se mueve para constatar un dolor compartido: “Lo sé, Monsieur.”
Que Leconte haya decidido dejar esta secuencia en el montaje final de este funcional y entretenido (aunque no muy destacable) largometraje, dice mucho tanto de su forma de afrontar las adaptaciones literarias como de su conocimiento de la obra de Simenon (a quien ya adaptó en el 89 con Monsieur Hire). Sabe lo que diferencia al famoso escritor belga de Christie o Doyle y se beneficia de ello (y de las tablas de Depardieu) para que su obra destaque. Es al mismo tiempo lección de guion y certeza vital: la de que tanto los callejones sin salida como los errores sin solución, por inútiles que parezcan, determinan nuestro futuro, nos empujan a implicarnos en las cosas, nos guían en este torbellino de ensayos y errores que es la vida. Y esa certeza incomunicable, ese error que nos salva, no puede calcularse.
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