Premio del público en San Sebastián, ganadora de los Goya como mejor película europea y con gran presencia en los Globos de oro, The Father, la historia de un anciano cada vez más desligado de la realidad, promete ser una de las producciones del año.
Hace poco comencé a leer una novela. Al comienzo de ella se esboza una reflexión en torno a la palabra “Hoy”, y cómo nada de lo que se pueda decir sobre ese lapso de tiempo sirve para el resto de días. Hay que quemarlo todo, porque el Hoy es una sucesión de triviales recados o simplemente está lleno de angustia. Por eso se dice que solo tiene sentido para los suicidas. En cualquier caso, nosotros tenemos memoria, y nos remitimos muchas veces a ese pasado que ya no es, a esa ficción encantada y barroca. Con la vejez esa ficción deformante, ese extrañamiento de la apariencia, alcanza nuestro presente, y entonces el Hoy se vuelve significativo en la medida en que se tiene necesidad de él. Pero ya es demasiado tarde para agarrarlo. Nos hemos pasado toda la vida destruyéndolo a cada momento en mil pedazos y ahora no nos queda más que un puzle surrealista.
En The Father nos encontramos con un padre atrapado en un presente este tipo; esto es, confuso y opaco. A través de él, su intérprete y tocayo (Anthony Hopkins) busca explorar un mundo interior prácticamente incomunicable: la experiencia intransferible de una realidad quebrada en la que se solapan azarosamente referencias y significados, y donde rostros y lugares flotan a su antojo. Aquí es donde Florian Zeller nos sitúa, un lugar con cierto aroma a Buero Vallejo. Del otro lado de la vida se encuentra Anne (Olivia Colman), su hija, la cual intenta cuidar de él al tiempo que protege su vida personal.
Localizada casi por entero en el interior de un piso, la película responde de manera coherente a su origen teatral, trasplantado a la pantalla de manera impecable por su autor. Su claustrofóbico ambiente busca acentuar nuestra perplejidad. Los rostros se suceden completamente desligados de sus nombres y el tiempo se desordena como si de una pretenciosa absurdez “nolaniana” se tratase. La efectividad del relato reside, pues, en la fuerza con la que trasmite la experiencia del anciano, y yo, que no soy de piedra, reconozco a mi abuelo y me compadezco de mi madre. Me adentro de cabeza en sus experiencias y señalo a la pantalla como si rememorase un viaje a Praga: ¡mira cómo mezcla los nombres con los recuerdos de una infancia que solo él conoce! Ya ha vuelto con la paranoia de que le han robado… Ahora resucita a gente, reclama la presencia de los muertos, tal vez porque sabe que pronto se reunirá con ellos. Los árboles van perdiendo poco a poco sus hojas. En inglés se las llama «leaf», palabra que se asemeja fonéticamente a «leave» (dejar, abandonar). Como es sabido, es duro que te dejen, (de ahí que Anthony se apegue a su hija) pero más duro todavía es que te dejes a ti mismo. Como una hoja arrastrada por el viento, uno cae lleno de impotencia hacia un mundo propio y misterioso . Los espectadores ríen y derraman lágrimas porque es algo muy común, algo cotidiano. Triste por momentos, sí, pero con tiernos destellos cómicos.
Los oscarizados protagonistas del drama de Zeller demuestran estar a la altura de semejante empresa. Es por ello que se ganarán de seguro un par de nominaciones. No es de extrañar tampoco que la crítica adjudique una nueva victoria a Hopkins, quien no ha vuelto a ser reconocido por la academia desde su icónico Hannibal Lecter. Sería un discreto pero merecido triunfo, ya que en él reconozco a cada instante gestos y manías casi calcadas a las que solía tener mi abuelo, aunque él tienda a adornarlas con una altanería británica propia de un consagrado actor de teatro.
En definitiva, la historia de Zeller es loable, atractiva, impactante por momentos y leve como una sencilla melodía de piano. Sabe qué notas tocar y en qué momento, y es por eso que se gana el favor del público. No obstante, (y aquí viene el inevitable “sin embargo”, el “ahora bien” que por lo menos en este momento tiene sentido) aunque no se pueda decir que sea indulgente ni misericordioso con su protagonista, sí tiende a regocijarse en los momentos tristes con cierto exceso sentimentaloide. Se me dirá: “Pero Pablo, ¿acaso hay una forma correcta de tratar el tema de la vejez?” Yo responderé: “no, pero me siento más atraído por el Amour de Haneke”. Por lo menos a día de hoy.
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