La universalización de las disciplinas artísticas necesita con urgencia de una película a la altura de nuestro tiempo. Me entristece anunciar que Velvet Buzzsaw está considerablemente lejos de ser esa película.
Ahora que todo el mundo se puede considerar y/o hacerse considerar artista a través de las redes sociales, el siempre controvertido pero actualmente más endeble límite entre el arte de calidad y el amateur (cuando no pura farsa) se disuelve como agua escapando entre las falanges de nuestros dedos. El drama teórico y perceptivo de nuestro tiempo está huérfano de representación y se siente abandonado por una conciencia colectiva a la que, mientras pueda continuar levantando el estandarte de la estética por la estética y la ausencia de significado, poco le interesa el debate.
El año pasado fui testigo de la endeble sátira que supuso la exitosa película sueca The Square. La Palma de Oro quedó injustificada desde mi salida del cine y su éxito fue alimentando un desconcierto que se prolongó con cada festival en el que la película arrasaba. Aunque fue destronada en la categoría reina por una oportuna mujer fantástica que arribaba en pleno escándalo Weinstein, el impacto que suscitó y las conciencias que aparentemente removió tan solo me confirmaron la facilidad con la que el usualmente denominado “mundo del arte” acostumbra a salir airoso del ímpetu por asir la hipocresía que desprende y la vacuidad de la que hace gala. La apuesta de Netflix comparte con la producción sueca su desatino en la crítica y su ausencia de profundidad.
Dan Gilroy ha extraviado en esta producción el alcance, la tensión, el suspense y la perturbación que marcaban el compás de su opera prima; ha olvidado cómo entremezclaba (apoyado en una sorprendente interpretación que iba directa a los anales de la historia del imaginario popular y a la desmemoria de la academia) los ingredientes perfectos del cóctel salvaje y seductor que supuso Nightcrawler. Aunque Gyllenhaal conserva intacta su capacidad para mimetizarse con los arquetipos que pretende encarnar, la cinta no alcanza más que a articular unos pocos diálogos ácidos y satíricos que no trascienden ni la primera mitad del metraje. Cuando te das cuenta el registro ha cambiado: los cuadros se mueven, el arte mata.
Todo lo que el guión construye se aleja de lo atractivo de una premisa que (visto el resultado final) tan solo sobre papel puede presumir de ser transgresora. El entretenimiento llega hasta donde el talento visual de Gilroy y los inútiles esfuerzos de sus intérpretes alcanzan a coincidir, y el terror se adentra sin freno en una dinámica de pseudo-slasher que pretende, fracasando de manera estrepitosa, ser perturbadoramente cómica. El recurso de la repetición que la última adaptación de Spider-Man integraba en su narración termina siendo paródico en la película que nos atañe, y acaba por rematar un bienintencionado ejercicio de notable factura que se retuerce entre su incapacidad de elegir el camino de un género concreto y la obviedad de su mal llamada sátira.
Fallida como poco; no solo siembra la duda sobre Gilroy apoyando su nombre en una tal vez afortunada casualidad, sino que pone en cuestión las supuestas ventajas de la fuga de cerebros que está siendo acogida por la todopoderosa plataforma. El tiempo nos dará la clave para interpretar las consecuencias de que los grandes nombres produzcan ahora para la pequeña pantalla. Por el momento el arte no se hace justicia a través del cine, y yo dudo que comience a hacérsela a través de Netflix.
[…] (este también lo es) por encontrar una voz. Antes escribo afirmaciones baladíes como las de Velvet Buzzshaw y Mediocrian Rhapsody, antes me cierran la puta boca. Y yo callado, porque he ido al cine a ver lo […]