Este es un alegato contra las palabras. No somos la España «vací·” ni «vaciada». Somos
madres, padres, abuelos, nietos, maestros, alumnos, ganaderos, agricultores… somos
personas que merecen una vida digna elijamos dónde elijamos vivir. Porque, cuando alguien dice eso de que «en mi pueblo no hay nadie», se olvida de las 5 ancianas que quedan todos los días a jugar a la brisca a las 6 de la tarde, se olvida de sus maridos que pasean hasta las bodegas para echar un chato de vino, de sus hijos y nietos que cuidan de las huertas, las gallinas, las tierras… de las personas que llegan desde otros países para empezar de cero, de los que vuelven en busca de paz. Se olvidan de todos, aunque sean menos de 100 habitantes.
El primer día del Estado de Alarma, yo estaba en mi pueblo. Algunos pensarán que para mí, vivir el confinamiento en una casa amplia en un lugar tranquilo fue una maravilla. Y tienen parte de razón. Pero se olvidan, una vez más, del terror y la incertidumbre que te nace cuando, habiendo sido diagnosticada tan solo unos meses antes de una enfermedad
cardiorrespiratoria rara, te encuentras con un cartel de “cerrado” en la puerta de la consulta médica. No pasa nada, tan solo son menos de 100 habitantes.
En los centros de salud rurales cada persona cuenta, la misma enfermera que te atiende al teléfono, es la que te saca sangre, te hace una PCR y te cura un PICC (Catéter central
colocado por vía periférica), como a mí. Son profesionales que se desviven por los «vaciados», aquellos de los que todo el mundo se olvida. Recuerdo con dolor y un gran cariño a la enfermera que, durante los primeros meses, se ocupó de mí. Nos veíamos todas las semanas, y fue en parte gracias a su mimo y esfuerzo, que hoy puedo escribir estas palabras.
Recuerdo verla llegar en el coche del SaCyL después de haber pasado una mañana entera
visitando pueblos «vacíos», entrando a casas «vacías», para cuidar a personas «vaciadas».
Mi madre y yo, que era la persona con la que pasé todo el confinamiento, contábamos con
un coche, que en pueblos así, es un bien de primera necesidad. Gracias a ello pudimos ir al médico, a la compra, a la farmacia. Pero hay otras personas que, por salud o por dinero, no cuentan con esa posibilidad. De esas personas, hay afortunados que tienen familiares que podían ir a buscarlos. El resto, son menos de 100 habitantes. En lugares así, la solidaridad y humanidad de la gente gana muchas veces la partida. En mi pueblo, la panadera toca alegre todas las mañanas en las puertas de las casas para ofrecer pan, charla, alguna compra, medicamentos, compañía. Ella no es sanitaria, pero como si lo fuera.
Tuve suerte, mucha. Tuve suerte de contar con un equipo médico pendiente de mi por
teléfono y email. Tuve suerte de tener un grupo de enfermeras rurales con una enorme
vocación y aún más grande corazón. Tuve suerte de sentir el apoyo continuo de mi familia.
Pero, todo esto, no debería ser suerte. En entornos rurales, las ambulancias tardan, de media, 24 minutos en llegar al lugar de la emergencia; miles de pueblos están sin médico, en el mío hace años que no pasa consulta semanal; miles de personas «vacías» sin cuidados de calidad. Y más que seguro se nos olvidan. Ahora no son menos de 100 habitantes.
Como comentaba antes, esto es un alegato en contra de las palabras. En contra de los
«prometemos» de los «habrá» y de los «en poco tiempo». Actualmente, existen 300 vacantes de médico en entornos rurales en toda Castilla y León. Y habrá más carencias que seguro que olvidan. Pero no solo falta gente, faltan medios, medicamentos, información, recursos. Falta humanidad. Falta memoria. Y falta borrar la palabra «vacía» de nuestro lenguaje.
No estamos vacíos.
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