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El mundo muere

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Desviar la mirada hacia otro lado, siendo indiferentes, pienso que es lo más fácil y, también, lo más egoísta y lo más cómplice. El mundo se está muriendo. Tal vez sea una afirmación azarosa, arriesgada pero, desgraciadamente, tan cierta y tan real como que el mundo y el clima están locos, los campos ya no se visten de verde ni de flores que le den vida porque la lluvia no llegan y las temperaturas, tan elevadas, sobrepasan las propias de una primavera y se acercan más a las de un verano de los suaves en Córdoba. La temperatura en los últimos cincuenta años han subido a un ritmo vertiginoso y por ello peligroso, asciende el nivel del mar y las inclemencia meteorológicas son cada vez más mortíferas y fuertes. El paisaje cambia por campos amarillos y secos donde la mano perversa del hombre destruye con fuegos intencionados parajes naturales e irrepetibles, verdaderos ecosistemas. El mundo muere, el mundo soporta como puede la hoz de la contaminación depravada, del interés de las grandes multinacionales, de nuestro descuido intencionado u olvidado. Pero está muriendo. El mundo se está muriendo, miremos para donde miremos. Y lo más llamativo: que no hacemos nada, ni individual ni colectivamente. Nos cruzamos de brazos y asistimos a la agonía lenta pero certera de nuestro ecosistema. Parece un ensimismamiento mortífero que asiste impávido a su propio funeral.

Negar el cambio climático producido por el hombre es una insensatez. Y no hacer nada por detenerlo, una irresponsabilidad vergonzosa y vergonzante. La actitud no es ni debe de ser la de cruzarse de brazos, o a la de esperar a que pase algo u otros hagan algo. Me da que el tiempo se acaba, que cada vez los veranos son más largos, más depravadores. Y las lluvias cada vez más escasas, inexistentes. La agonía ya no es tan lenta, se puede observar, y la madre tierra gime con dolores de espanto ante los continuos daños diabólicos con los que el hombre se afana con destruir a la que le sustenta.

Recuerdo los reportajes de los telediarios con la gente en la playa en pleno mes de Febrero. “¡Qué a gusto se está en la playa”, aunque sea fuera de tiempo, pensaba yo.

Y entonces eso se convierte en el principal drama: nos hemos acostumbrado. Nos hemos acostumbrado a inviernos cortos y apacibles y a veranos incendiarios y olas de calor inimaginables e inhumanas. Nos hemos acostumbrado a ser indiferentes a  la contaminación y a la destrucción, a la calor y a la escasez de las lluvias. Nos hemos acostumbrado a nuestro propio infierno, a tan lamentable espectáculo. ¡Con lo bonitos que eran los campos vestidos de flor!

 

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Foto: Cinco Días.

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