De los celtas hasta Inglaterra, Irlanda, Canadá y Estados Unidos, se propagó la maléfica e insulsa celebración de Halloween, conocida también como Noche de Brujas o, más simplificadamente, noches de los muertos o, más bien, noche de la muerte. De esas tierras se ha difundido por las latitudes del mundo celebrando una fiesta que, más que una fiesta, es en realidad un duelo macabro y una maquiavela manifestación de lo que al hombre aterra: la muerte. Halloween es una exacerbación de la muerte y de los muertos. El hombre en sus últimas horas y no tan últimas, siente un miedo atroz a la muerte, y la pasada noche, sin embargo, se viste de muerte, se burla y se divierte, como si su hora nunca hubiese de llegar y como si en tan trágica hora todo fueran disfraces y risas o trucos y tratos. La muerte va en serio y no es ni un trato ni un truco.
La ha adquirido España. Lo más cercano a nuestra tierra de Halloween lo podríamos encontrar en la Galicia antigua con las meigas y la Santa Compañía. Pero esta fiesta que hoy entendemos llegó a Estados Unidos no hace mucho tiempo, en 1840 fechan algunos, y a través del cine se infiltró en nuestra cultura, desgraciadamente, que jamás podrá entender que algo tan trascendental y triste como la muerte, sea motivo de disfraz, de ocultamiento, de ser no lo que realmente no se es, de esconderse y ver la muerte en el rostro del vecino pero nunca en el mío.
Tristemente, la sociedad globalizada desplaza hacia un lado a Dios y no ve a Dios por ningún lado. Le enciende una vela y otra al demonio. Arrastra tras de sí que tú puedes hacer lo que quieras sin temer, que puedes dar la vida y quitarla a tu antojo, que incluso puedes jugar y divertirte obviando el temor a tu última hora para negar, explícitamente, que en el 31 de Octubre, víspera del día de los Santos, es el día de los que están vivos, vivos para Dios, y el 2 de Noviembre el de los difuntos, nuestros y de otros, por los cuales rezamos porque creemos que están vivos, porque confiamos que estén en el cielo o purgando en el purgatorio. Y, sin embargo, nos da igual, no lo creemos. No creemos que Dios no es un Dios de muertos sino de vivos; no creemos en nada de eso y caminamos detrás de algún Cristo pasionario con promesas y exvotos que, permítanmelo, contradicen por completo nuestras acciones arrastradas por corrientes enfermizas.
Por eso a mí no me gusta ni aplaudo ni defiendo que celebremos Halloween. Primero porque creo en Dios y, después, porque no me agradaría que, yo muerto, viniesen vestidos de calabaza, pepino y fantasma a la misma pared de mi tumba. Prefiero que se burlen de mí en vida y en la cara, pero que después me recen y eleven plegarias para que alcance lo que anhelo y no merezco: la vida eterna. Que no vayan a mi tumba a truco o trato, porque el que está metido en el nicho ni sintió la muerte ni como un truco ni un trato, sino que le vino en serio y más que en serio.
Cuando yo era niño no había Halloween. No me vengan a decir que esto es tan español como cuando los celtas, qué casualidad, sacrificaban humanos en rituales. ¡Menos mal que, en parte, no los hemos imitado en esto (en las guerras aún se sacrifican a niños, mujeres, enfermos y niños)! ¡Menos mal que no aplaudimos esa práctica porque si no, que venga Dios y nos salve de una cultura tan siniestra y bárbara! Claro, ahí sí que nos acordamos de Dios…
Yo no celebro la muerte. Yo no tengo que disfrazarme de no sé qué cosa absurda cuando los míos reposan sin tiempo y yo intento mantener encendida la luz de la esperanza. Prefiero rezar padresnuestros y avemarías por los difuntos. Prefiero creer y celebrar la vida, ¡la vida verdadera!, la vida que después de la muerte, se abre y se dibuja por los cielos infinitos de la misericordia y del amor.
No quiero celebrar la muerte. Mucho menos, tomármela a fiesta. Mejor la vida, que esa sí lo merece.