Si algo se le puede agradecer a Andréi Konchalovski es que haya decidido afrontar su biopic sobre Michelangelo Buonarotti desde una perspectiva localizada, acotada en el tiempo. Es esta concentración de pasiones, de atención a la cotidianidad, la que nos acerca con mayor lucidez a las figuras históricas; el mejor método conocido para desentrañar quiénes realmente eran. Una estrategia que huye de la idealización, que recientemente han utilizado películas como Camille Claudel 1915 (Bruno Dumont, Francia, 2013) o Capone (Josh Trank, Canadá, 2020) y que, sean éxitos o fracasos, sacan los colores a proyectos que mucho abarcan y poco aprietan, como Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, EEUU, 2018).
El realizador ruso, tocayo, antiguo amigo y ocasional colaborador de Andréi Tarkovski, afronta esta producción italiana con el control milimétrico propio de quien tiene experiencia. Busca lo etéreo en lo material, expresar lo evanescente con lo tangible. Desde el primer plano, en el que el famoso artista camina raudo hacia Florencia maldiciendo a la ciudad, sienta las bases del relato. El buey que ara el campo, los agricultores que lo miran extrañados y a los que Miguel Ángel adelanta con premura, sirven como metáfora de una época que no va a ritmo de las ambiciones artísticas del florentino. De ahí que carraspee impotente cada dos pasos.
Es soberbia entre dientes, esa que padecía Almudena Grandes y a la que hacía «responsable de la mayor parte de los disgustos, decepciones, fracasos y ridículos que he padecido en mi vida». Soberbia, ésta, que no es condenada por Konchalovski, quien prefiere retratar antes que juzgar con su cámara. Sus planos estáticos no escrutan ni embellecen: «El Pecado» que da nombre a la película (Il peccato es el título original) solo puede ser convocado por las reservas morales del espectador y la belleza que destilan tan solo se revela a quien tiene sensibilidad para lo sobrio, para el contorno de unas obras que no están prácticamente presentes en todo el metraje. El pecado de original no tiene nada, sino que lo impostamos nosotros o el clero, aquel que otorga a las pinceladas de Miguel Ángel la categoría de «divinas» pero a quien preocupa más la distancia que hay entre el pene de Adán y la boca de Eva, único extracto de la Capilla Sixtina que vemos en pantalla.
Tráiler de la película Miguel Ángel (El Pecado)
A esta ausencia artística casi total se suma una presencia descomunal que pesa (y mucho): un bloque gigante de mármol de Carrara. Como si sirviese de alegoría para la propia película, aúna las frustraciones personales de Miguel Ángel, de los plazos que se le vienen encima, de sus ambiciones mastodónticas, junto a la impotencia de la audiencia, que se ve atrapada en la monotonía abrazada por el estilo de Konchalovski, que convierte la película en una especie de «Fitzcarraldo renacentista» y sus escenarios en un pequeño triunfo de la ambientación de época. El ladrillo que lanza sobre el espectador casi se torna delicia, casi es de agradecer, tan comprometida como está la cinta por mostrarnos a un Miguel Ángel diáfano en el mejor y más duro de los sentidos.
Mierda llueve de los ventanales, mierda que cae a la calle, la que sale de la boca de Miguel Ángel o Rafael, y sobre la que caminan y se posan ellos, genios del pasado a los que no se les muestra como individuos aislados e incorruptibles, sino de vuelta con todo, a merced de intereses políticos y económicos (sean los de los de los Médici, los de Della Rovere, o ambos a la vez, lo mismo da) y acompañados por sus aprendices, sin los que no terminarían nada. Porque ya nadie es tan ingenuo como para creer que Rodin era algo sin Claudel, que Hitchcock rodó sus «obras maestras» sin la aprobación de Alma Reville; porque nadie leería un Quijote sin Sancho.
En el espectro arbitrario y virtual que existe entre formalismo y realismo, Konchalovski ha decidido deslizar su obra de un extremo a otro cuando bien podría haberla hecho saltar a la pata coja. Es su empeño por dejar de lado la verborrea, abrazar los tacos, que los personajes hablen con la boca llena en el interior de unos planos que no recitan poesía como Tarkovski, sino prosa zafia, que arrastra por el suelo a los ídolos como hizo Passolini con Jesucristo: sin compasión pero tampoco con rencor.
Entre piernas rotas, manías persecutorias y vidas (literalmente) aplastadas se dibujan durante más de dos horas de metraje los márgenes tremendamente ásperos de la admirada obra que nos ha sido legada. Un relato que raspa y pesa como ninguno por esforzarse en mantener los pies en el suelo a expensas de sucumbir puntualmente al terreno de lo onírico o mágico.
Y así, nos obsequia con un encuentro imposible entre Dante y Migue Ángel en una reflexión sobre la inspiración y la deuda con el pasado tan cuidada en su composición como inevitable por principio, el de Konchalovski, a quien se le cuelan demonios por los umbrales de las puertas como en las novelas de Dostoyevski incapaz, como es, de olvidar haber estado en las trincheras de La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, Andréi Tarkovski, URSS, 1962) cuando el crío corría sobre el mar.
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