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‘Saint Maud’: en busca del éxtasis místico

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crítica Saint Maud

El debut de la realizadora británica Rose Glass relata el encuentro terrorífico entre una cuidadora ultracatólica y una pecadora terminal.

De unos años a esta parte ha aparecido una nueva tendencia que causa furor en crítica y público. Lo llaman “elevated-horror” por ponerle una etiqueta con la que poder separarlo del denostado género de terror, elevándolo (literalmente) a una especie de cielo intelectual. Son obras de autores diversos que tratan temas cotidianos de manera terrorífica, donde lo que más cangele despierta no son los espíritus, ni los demonios, ni los fantasmas, sino los silencios, los reproches, las mentiras…; esto es, los seres humanos con sus asuntos terrenales. Saint Maud es muy probable que encaje dentro de este subgrupo (o siendo estrictos, sobregrupo). Quien ha sacado más partido de esta moda ha sido el estudio A24. Una moda, todo hay que decirlo, bien atractiva, con sus códigos estéticos y temáticos. Una bomba de relojería para el moderneo cinematográfico que causa furor entre los jóvenes a los que me veo arrastrado a seguir. Condición temporal, ésta, de la que no puedo librarme, por la que no sirve de nada lamentarse y que no me despierta ni un ápice de vergüenza.

La historia de nuestra santa, sor Maud, nada a contracorriente. Llega tarde, cuando ya se ha explotado el subgénero a una velocidad vertiginosa. The Killing of a sacred deer del maestro Lanthimos, las dos incursiones cinematográficas del realizador y aspirante a autor consagrado Ari Aster, la inapelable The lighthouse… todas producidas o distribuidas por A24, que ha exprimido a base de bien la vaca de la leche platino, por no acudir a la gallina de los huevos de oro. ¿Y qué pasa? Pues pasa, y mucho. Saint Maud no es la mejor de todas y, además, ha tenido que morir al palo de la sobresaturación que el estudio ha provocado en el género. Para su desgracia, tiene predecesoras que se han abierto paso en el imaginario colectivo, sentando cátedra en un género que llevaba ya una década atrapado en el “jump-scare” de chichinabo “made in” factoría Warren. Y eso en el mejor de los casos.

La cinta está (nadie puede negarlo) excelentemente realizada, y condensa en una duración relativamente corta una historia atractiva y efectiva. Una enfermera que, tras un episodio traumático, intenta por todos los medios redimirse a través de la salvación de un alma impía es una premisa la mar de sugerente. El  problema reside en que nada (o más bien poco) de lo que ha llegado a alcanzar el metraje final es lo suficientemente memorable como para anclarse en una memoria empachada durante los últimos años de momentos perturbadores. No obstante, en cierto sentido, se aleja del modelo canónico de quien la ha financiado, encontrando sus más cercanas parientes en cintas como Crudo o Thelma, con las que comparte una condición de relato adolescente, adentrándose en los entresijos del terror cotidiano. Desligando el miedo de lo sobrenatural, deja de apelar a lo desconocido para acercarse al trauma, la ansiedad o la depresión, modelo psicológico del cual Polanski es el mayor exponente. Mientras que el terror tradicional se trasladaba a lo más lejano para hablar de los temas que nos afectan directamente, estas cintas parten de nosotros mismos para hacer hipérbole de todo aquello que nos acongoja. La sexualidad, la pérdida o la culpa se tornan grotescas en su vaivén entre lo alucinógeno, lo patológico y lo mitológico.

Aunque hay que reconocer que sale ilesa de su incursión en el terreno teológico (tarea nada desdeñable) comete el error de desatender las sutilezas de la relación que nuestra protagonista mantiene con la deidad a la que adora. Esto provoca un choque asimétrico con nuestro siglo XXI: la libertad que se presupone parte con ventaja ante una intransigencia que linda con la locura. El alcance casi terapéutico de su planteamiento, la posibilidad sanadora que en un principio se había abierto al público, se ve saboteada por falta de profundidad. Pensémoslo fríamente: ¿Qué es ese autoflagelamiento, esa traición a los ideales que uno más quiere, esa explosión sexual carente de placer y basada en el autodesprecio, sino signo de algo muy común en nuestros días? El castigo penitente de quien ha perdido toda esperanza.

Saint Maud encuentra su punto álgido en dos interpretaciones protagónicas magistrales, así como en la forma que tiene de emborronar la barrera creada entre la imaginación y lo real; entre el éxtasis místico y el chute de endorfinas. Y esto resulta innegable, por mucho que películas como Hereditary o Midsommar ya hubiesen prendido fuego a la pantalla con anterioridad.

Ninguna novedad en el frente, es cierto. Ahora bien, la carta de presentación que Rose Glass nos brinda da para reflexionar sobre la condición de mártires que muchas veces asumimos para con nosotros mismos. Y es que a veces el infierno no son los otros; a veces ardemos desde el interior.

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