Almodóvar intenta tender puentes de diálogo con su pasado mientras trata de no caer en las inevitables garras de la enfermedad en este relato semi-biográfico de carácter metafílmico
Almodóvar es un pupas. No tiene ningún pudor a la hora de enumerar sus enfermedades y dolencias, acentuándolas y extendiéndolas de un lado a otro del mapamundi, hacia atrás en el pasado y llegando hasta lo que parecía un lejano futuro; arrastrando sus vivencias hasta los confines de su mente; mostrando sus miedos y arrepentimientos. Es por eso que se le perdona. Quejica sí, pero de una sensibilidad sin igual.
Dolor y Gloria no es una película al uso, susceptible de ser disfrutada como quien mira por primera vez la lona a la que apunta el cinematógrafo. Esta disimulada confesión necesita que conozcas y ames la lona, que la hayas tocado previamente y te hayas fascinado con ella. En sus mejores momentos, la lona de Almodóvar es tan fascinante como la linterna mágica de Bergman. Capta el milagro del cine, la perplejidad de la primera mirada, sin rehuir las consecuencias de quien vuela demasiado alto en busca de su sentido. Ahí es donde está Salvador, a quien se le han derretido las pestañas por escoger la ruta directa que lleva a las estrellas; por mirar directamente a la luz del proyector.
Banderas da vida a una copia asimétrica, al retrato desigual que permite a la narración alzar el vuelo. Si fuera una simple mímesis estaría acorde con los cánones que baraja Hollywood a la hora de juzgar una buena interpretación. Pero no lo es. La de Salvador es una interpretación soberbia que deja hueco a retazos del propio Pedro, al tiempo que se proyecta hacia un nuevo terreno en el que tan solo los sentimientos, aquellos que van desde el primer deseo sexual hasta la compunción más arrastrada, pueden prevalecer.
Con esta única dimensión de realidad, Almodóvar consigue que sus brillantemente interpretados personajes (mención especial para un titánico Asier Etxeandia) converjan en una ficción que, si bien es autosuficiente, no se despliega en su totalidad sin una necesaria complicidad con el mito del director manchego.
Tomando perspectiva desde su estreno, el balance nos muestra a un inalcanzable Banderas que fue merecidamente recompensado en el Festival de Cannes, frente a un Almodóvar al que se le volvió a escapar una Palma de Oro que ya se le había otorgado extraoficialmente. El resultado final ha sufrido de lo mismo que películas como Fanny y Alexander: un ineludible lazo con el autor reduce la universalidad (que no la calidad) de la propuesta.
A Salvador, así como supongo que también a Pedro, le gusta mucho inspirarse en los libros que lee, subrayando citas en medio de la noche con la esperanza de poder escribir algo sincero y coherente frente a la pantalla del ordenador. Yo tengo una de Haruki Murakami que me gustaría teclear como perfecto resumen de la cinta: “El pasado crece, el futuro mengua. Las posibilidades disminuyen, los remordimientos aumentan”. De eso trata el camino que ha transitado el cineasta, de volver la mirada hacia el pasado para perdonar y poder ser perdonado; de alcanzar la gloria pese a los interludios de dolor que pausan nuestras vidas; de sobreponerse a la enfermedad para no dejar de crear. Él acaba de superar uno de esos intermedios regresando por la puerta grande. ¿Su objetivo? Dedicar cuerpo y alma hasta el final, diluyéndose poco a poco en el espacio donde vida y obra se confunden.
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