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‘Rifkin’s Festival’: San Sebastián de medio pelo

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La nueva película de Woody Allen inauguró el Zinemaldia dejando fríos a los críticos y privando al festival de un homenaje a la altura de las difíciles circunstancias que vivimos. 

Todo el mundo esperaba con gran expectación la nueva película de Woody Allen. Como ya hiciese con Vicky Cristina Barcelona, el neoyorkino volvía a rodar en nuestro país y, además, se acercaba a uno de los puntos de referencia del cine español: el Festival de San Sebastián. Allí nos cuenta la historia de un matrimonio que se desvanece en busca de nuevas experiencias. El marido y protagonista de esta pequeña historia, Mort Rifkin (Wallace Shawn), se enfrenta a las grandes cuestiones de la vida con la intención de escribir su primer libro. Éste será una obra maestra o no será. En esta tensión entre el fracaso y la gloria, las sutilezas, las pequeñeces de nuestras vidas, con sus relaciones y decisiones insignificantes, pasarán ante sus ojos sin que sea capaz de agarrarlas. El tipo, que antes era profesor de cine, se verá embaucado por una atractiva doctora (Elena Anaya) al tiempo que su mujer (Gina Gershon) comienza una aventura con el atractivo y pretencioso director al que representa (Louis Garrel).

Para curarnos de espanto desde el principio: la película de Allen es floja, muy floja. Y esto queda claro desde el momento en que fans acérrimos del director, como Carlos Boyero, echan pestes de ella. En la línea de sus últimas historias, como el año pasado con Día de lluvia en Nueva York, los temas y desarrollos de éstas resultan inofensivos y livianos, no llegando nunca a la radicalidad formal de sus mejores obras ni a la agudeza alocada de sus más cómicos gags. Las desventuras de Rifkin por Donostia no son ni muy graciosas ni suficientemente ingeniosas, y eso hace que el conjunto raye lo rutinario en una representación muy vaga de lo que fueron tiempos mejores.

A la cinta le falta espíritu y le sobra letra. Todas las frases grandilocuentes, filosóficas y profundas que nuestro protagonista declama al acercarse poco a poco a los problemas sobre la existencia terrenal caen en saco roto si las situaciones o, mejor dicho, la forma de contarlas, no apuntan a interrogarnos aunque sea mínimamente sobre los temas humanos. Incluso en obras menores, Allen nunca había tenido tantas dificultades para conseguir esto, y muestra de ello pueden ser desde Irrational Man hasta Granujas de medio pelo, donde lo lograba, ojo, a través de la historia de unos ladrones que montan un negocio de galletas para robar un banco. Es decir, que para ser una película que pretende tratar sobre el sinsentido de la vida resulta bastante plana, como la cerveza suave.

Además, se empeña en meter periódicamente secciones oníricas con el objeto de honrar a los más grandes directores europeos. Desde Godard hasta Fellini, de Bergman a Truffaut y, como no podía ser de otra manera, también Buñuel realiza su incursión de rigor. Estos segmentos recuerdan a su notable Midnight in Paris, pero no tienen el mismo encanto. No parecen introducidos de manera orgánica (como podía ocurrir en La última noche de Borish Grushenko o Misterioso asesinato en Mahattan), sino más bien sistémica, como con escuadra y cartabón, y es por eso que pierden empaque emocional. Estas incursiones arbitrarias que surgen cada vez que nuestro protagonista encuentra la almohada se asemejan, a mi parecer, a otro homenaje envenenado: el que le dedicó Michel Hazanavicius a Jean-Luc Godard en Mal genio. Ambas son parodias (o más bien apropiaciones) poco o nada sustanciales. Para más inri, éstos, como el resto de la película, están aderezados con un trato de la imagen que no parece propio de quien se ocupase en su día de la dirección de fotografía de Apocalypse Now, dando la impresión de estar viendo por momentos los anuncios turísticos que inundan los espacios publicitarios en verano y que son imprescindibles para que Eurovisión siga funcionando. En definitiva, Allen ya había hecho esto antes, y mucho mejor.

A aquellos que siguen con la ruidera sobre la violación que Woody Allen perpetró (o no, no lo sé, ustedes tampoco, y nadie se va a poner ahora a teorizar hipótesis de salón) a la hija que tuvo con Mia Farrow siendo ella muy menor, decirles que la categoría de “genio” hace tiempo que pereció. No hay que separar ni unir obra y autor para saber que esta cinta es mediocre. En cuanto a las feas palabras que le dedicó durante el rodaje a Elena Anaya, otorgándole el título de la peor actriz del mundo, decir que tanto ella como Sergi López están muy bien interpretando una relación casi calcada a la que compartían los personajes de Javier Bardem y Penélope Cruz en Vicky Cristina Barcelona. Así nos ve el genio a los españoles: estridentes, infieles, gritones y desquiciados. ¡Qué honor!

Por último, me gustaría dirigirme a la señora que, sentada en la última fila de la sesión matinal del sábado en los cines embajadores, iba dando lecciones sobre protocolos de seguridad anti-covid. Como a usted, por estar al fondo de la sala, nadie la puede toser, cree estar por encima del resto y se puede permitir, no solo que le suene el móvil en mitad de la proyección, sino también echar una buena reprimenda a la indefensa y desorientada anciana que había acudido sola, tan solo acompañada por el pasillo y un asiento sin ocupar a su izquierda y dos butacas vacías a su derecha. Espero que se sienta satisfecha de haberle tocado bien la nuca para obligarla a levantarse y buscar su sitio en una sala a oscuras sin filas numeradas. Dice que nos pongamos todos en nuestro lugar asignado. Bueno, pues tal vez con esa palmadita en la nuca se haya usted asignado un contagio o incluso una muerte, palurda.

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