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Cuando el tabaco quita hijos

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La Audiencia Provincial de Córdoba ha condenado a un padre a la pérdida de la custodia de sus hijos por considerarlo un “fumador patológico”, es decir, de los que fuman más que un camionero e incluso delante y en presencia de sus hijos. Los hijos, de 10 y 13 años, aludieron que “tenían que soportar en el ambiente, cargado de humo, el tabaquismo de su padre”. Incluso, señalaba el menor, su padre fumaba en su propia habitación. Así, tal vez por primera vez en la jurisprudencia de un tribunal, el tabaquismo se convierte en opción nefasta ya no solo para la salud, propia y la de los demás, sino también contra la familiar, pues su consumo ya puede hacer que se pierdan hijos tal y como si una o dos cajetillas de tabaco valiesen más que la misma prole.

El tabaco, nocivo en toda su estructura, en sí mismo, ya sabemos que es perjudicial tanto como para los que fuman como para el que lo inhala pasivamente. Sabemos todos de las sustancias que contiene, de la fuerte adicción de la nicotina y del repulsivo perfume que desprende e impregna, matando, destruyendo y destrozando. Sin embargo, el tabaco, el que ahora ha sido causa de condena contra este padre que sometía a sus hijos a su toxicidad, sigue entrando por nuestros ojos y por ellos a nuestra mente con mensaje subliminales que nos arrastran a la perdición de hacernos esclavos de este mal vicio. Suele ocurrir con todas las drogas: con el alcohol, por ejemplo, aceptado socialmente.

El tabaco ya no es tanto aceptado socialmente, pero parece que no es suficientemente conocido el alcance de su mal hasta el punto de exponer, ya lo hemos visto, a nuestros hijos y a nuestros familiares al cancerígeno vicio que cuesta un dineral. Para los fumadores no existe un espacio libre de humos. Si existe es por la acción coercitiva del Estado, pero allí dónde no llega, se fuma y, además, a mala leche. Como ocurre en las casas.

Yo soy fumador. Y lo reconozco como una deshonra: esto de tener que estar sometido al imperio de la tabacalera y de un cigarrillo que no sabe sino a excremento. Reconozco la equivocación tan nefasta que cometí cuando a los 18 años me empujó la adolescencia a querer ser como los demás y como aquellos que desde niño fumaban a mi alrededor. El tabaco daba madurez, daba sentido, daba capacidad de relacionarte. Pura mentira. Como la del alcohol. Otra patraña.

Yo soy fumador y lo lamento, siento asco. Me equivoqué en el primer momento que encendía aquel cigarro que me mareaba y que, esfuerzo tras esfuerzo, conseguí dominar y ahora hacer mi compañero asesino del que no soy capaz de librarme. Como con el tabaco, también he cometido muchos errores.

Gracias a que en mi casa no se fuma, que está libre de humos. ¡Libre de humos!. Menos mal que, lo poco que la nicotina me permite olfatear, huelo en mi casa a aire limpio y en el campo a verdes aromas de aceitunas.

Si fumamos, hagámoslo fuera del alcance de aquellos que no fuman y, sobre todo, de aquellos a quienes amamos. Si fumamos, respetemos. Morir asfixiados es una decisión nuestra, no una condena de los demás. Y, por favor, ¡con cálculo!

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