La casi incontable masa de personas que cruzan el Mediterráneo en cayucos y falsas pateras es un drama que clama al cielo e interroga fuertemente la conciencia de la personas. Conservaremos todavía un pequeñísimo grano de bondad, si es que no nos hemos acostumbrado a que verano tras verano las noticias de los telediarios nos atiborren de este drama inhumano que afecta a Europa y no solo a España. Unos huyen de sus países por mar porque carecen de futuro y dignidad; tanto ellos como sus familias. Otros, porque han sido azotados por las guerras y los abusos de poder de los tiranos que los gobiernan y de quienes provocan los conflictos, sin más horizonte que la esperanzadora empatía que esperan encontrar más allá de su propia tierra y realidad. Tanto los unos como los otros constituyen una vergüenza que debe soliviantar las conciencias de los ciudadanos como también a la clase política, que son a quienes le compete no expulsar a quienes llegan a sus fronteras, sino solucionar, desde la raíz, la apabullante estampida migratoria que viven no precisamente los poderosos, sino los débiles y los más indefensos.
Tras ello, también se esconden cobardes mafias que se lucran con la desesperación de los vulnerables, que denigran la dignidad que le es inherente a la persona sea del color del que sea, obligándoles a pagar gigantescas cantidades de dinero que no les garantiza nada, tal vez la muerte, y que son el resultado del esfuerzo de quienes lo consiguen reunir, a base de sacrificios e improvisaciones que, en la extrema pobreza en la que muchos viven, no puede recibir otro calificativo sino de heroico. La vida les impuso privaciones; los tiranos los aplastan; las mafias los explota y se lucran. Y el resto, la mayoría, los expulsan, los devuelven a sus infiernos.
Es alarmante el florecimiento del recelo y racismo en muchos estadios de nuestra sociedad, y no me refiero exclusivamente a la española, que ven en los inmigrantes como usurpadores del estado de bienestar construido, indiscutiblemente, con tesón y no pocas luchas y que los ciudadanos tienen derecho de disfrutar porque son sus legítimos destinatarios. A los inmigrantes no les mueven robarnos la Seguridad Social sino la oportunidad de un futuro que permita que sus hijos retornen a sus raíces con las garantías de las que carecieron sus progenitores. Reconozco que habrá quienes no actúen con buena fe, pero ni a ti ni a mí nos corresponde juzgar lo íntimo del corazón y de las intenciones porque las desconocemos por completo.
No es solo acoger. A los Estados que reciben el flujo migratorio, al menos por decencia, les compete solucionar el problema desde su inicio; esto es: la motivación que les impulsa a huir de sus casas, las injusticias que se cometen en sus patrias de origen.
Todo ser humano posee una honorabilidad que debe ser salvaguardada y respetada porque su dignidad le viene de Dios y no de dirigentes políticos.
Quienes cierran sus fronteras, quienes miran hacia otro lado, quienes no atisban el sufrimiento de los inocentes, son cainitas que asesinan a sus hermanos y los condenan a la suerte del oleaje del mar o al estallido de las bombas.
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